¡A MÍ LA LEGIÓN!

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El terror se oculta en cualquier rincón que nos rodea, y tras un primer contacto ya nada vuelve a ser igual... Si sobrevivimos a la experiencia, lo cotidiano anhela expectante su oportunidad para cortarnos la respiración con esa misma intensidad




Aquel día mientras la legión avanzaba con cautela entre las montañas, el centurión Marco Flavio se adelantó con su tropa para inspeccionar el terreno más a fondo y ojear las cuevas de los montes cercanos para poder descansar tranquilos.
Allí, con el claroscuro del fuego tenue de las antorchas, encontraron a la bestia aletargada. Envuelta en cadenas, lanzaba unos silbidos leves en cada bocanada que exhalaba por una boca sin dientes. Apenas una comisura perdida en un tapiz sin ojos ni nariz; aquella visión era de pesadilla: un ser desmembrado y viscoso, de colores grisáceos y pálidos pintando una piel brillante y sin vello alguno. Un ser a medio hacer.

Con movimientos rápidos y sigilosos se formaron ante el monstruo a las órdenes de Marco Flavio observando como la piel fulgurante de la criatura se erizaba a su paso. De manera atropellada, demasiado rápido para verlo venir, las cadenas que la rodeaban se desataron con violencia a lo largo de la sala. Unos ganchos oxidados hacían las veces de extensión de sus extremidades deformes, y enhebraron con una habilidad inusitada el brazo del centurión atravesando el brazal de cuero con furia. Lo arrastró hacia sí ante el estupor de los presentes, acercándolo tanto a su cuerpo informe que el soldado quedó encadenado a él mientras el ser volvía a su posición inicial. Era imposible liberarlo a golpe de mandoble, ya lo intentaron los soldados una vez volvieron en sí con estupor, aunque ninguno era capaz de ensartar la mole con su espada y comprobar si realmente era imposible de vencer. Un miedo infinito a lo desconocido les atenazaba contra el suelo, los volvía inútiles antes los gritos de orden de su superior en su inmovilidad. El cuerpo de Marco Flavio suponía una resistencia inútil contra  aquel ser, que con movimientos muy lentos bajaba el trozo de carne que se suponía su cabeza, acercando el orificio de su boca a la cara del centurión. Se movía tranquilo, sin ninguna prisa, hasta que cubrió al completo la superficie de la cara y comenzó a succionar. Todos miraban aterrados mientras los chillidos de su compañero se perdían en un eco dentro de la bestia. Finalmente su pataleo y los sonidos cesaron, y el ser lo dejó caer al suelo sin fuerza, como un desecho aunque todavía seguía con vida, pues unos gemidos ininteligibles al caer al suelo salieron de su garganta derrotada. El herido se retorcía en el suelo sobre sí mismo con los ojos abrasados y raudales de sangre que resbalaban de una boca llena de yagas.

La tropa retrocedió con espanto mientras bajaban la mirada. Le abandonaban.
Con un chillido agudo, la criatura respondió a la retirada clamando con la voz autoritaria de su presa: ¡No huyáis, soldados cobardes! ¡Malditos seáis! ¡A mí la Legión!

Como todo ser humano que huye creyéndose a salvo del horror, lo que desconocían era que el miedo les esperaría en casa, en sus vidas cotidianas. Quizás no en cuanto volviesen a sus pueblos, quizás dentro de unos años aún, o quizás sus hijos, o los hijos de sus hijos serían los que tendrían ese honor. Pero el miedo siempre vuelve, y tras ese primer contacto, la vida cotidiana siempre intenta superarle.


Tania A.Alcusón


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