Caía el
sol en el paseo marítimo. Al tiempo que una brisa ligera comenzaba a refrescar,
Inés se echó el chal sobre los hombros descubiertos. Hacía varios años que no
disfrutaba de la feria como lo había hecho antaño: un algodón dulce en una mano
y un marido sonriente en la otra. Hoy podían parar en cada puesto ambulante
para asombrarse con los objetos que había a la venta. O probarse sombreros
para, finalmente, no elegir ninguno. O jugar a sortear a los niños que venían
corriendo de frente en grupos de tres o cuatro… Podían hacer lo que quisieran
porque ya no eran reconocidos por nadie.
La que
en otro tiempo era conocida nacionalmente como “La
Musa ”
por sus grandes papeles en la escena del espectáculo, resultaba ser ahora una
mujer normal. Bastante atractiva y muy bien conservada para su edad, ya que
después de su último papel hacía diez o doce años, se retocó un poco el pecho y
se hizo un lifting facial. Siempre había trabajado duro por mantener su físico
impecable, pero después de aquel último papel recibió varias críticas a su
edad, a algunas arrugas, a algunas partes descolgadas… y aquello fue su
sentencia final. Desde aquellos comentarios, e incluso sabiéndose públicamente
que ya había pasado por quirófano, no le volvieron a ofrecer ningún papel
principal. Y, por otro lado, su ego le impedía aceptar secundarios. ¡Ella era La
Musa !
No debía rebajarse aún porque podría perder su caché, y quizás todavía hubiese
alguna posibilidad de reaparecer en el panorama.
La
feria era una fiesta para los sentidos. Todo estaba bañado en vivos colores, inundado
en la luminosidad que desprendían pequeñas bombillas que saturaban las atracciones
y los altillos de los puestos; el suelo retumbaba porque todo era muy ruidoso y
los olores podían llegar a embriagar. Los vendedores gritaban su mercancía
buscando curiosos que se acercasen a mirar. Los puestos de comida chistaban con
sus freidoras industriales y desprendían hedor a fritanga. Y grandes máquinas,
cargadas de pasajeros intrépidos y gritones, movían sus goznes al son que marcaba
el feriante animador del paseo.
Había
tanto bullicio que “La guarida del mago”, un pequeño tenderete improvisado con
grandes telas oscuras y dos pequeños farolillos, quedaba disimulado entre la
arboleda al borde del camino. De hecho, no se hubieran fijado en él si no fuera
porque un joven mago, que en ese momento se encontraba en la puerta haciendo
juegos con unos naipes en solitario, levantó la mirada y se encontró con la de
Inés. Surgieron chispas de esa mirada; decía todo y nada sobre él y desvelaba
el futuro que ella, desconcertada por la situación, deseaba descubrir.
—
¡Pasemos dentro, Pedro! ¡Venga, vamos a ver qué nos depara el futuro!
—Vamos
Inés, ¡que no somos unos críos! Sigamos hasta el muelle y luego nos volvemos a
casa… Hoy preparo yo la cena, ¿qué te parece?
— ¡Ay,
no intentes despistarme! De verdad, Pedro. Quiero entrar.
—Ya
sabes que a mí estas cosas no me gustan, cariño. Si quieres entrar, pues
adelante, pero yo te espero en esa terraza de ahí enfrente con una cerveza. ¡No
te dejes engatusar!
El
joven mago había entrado ya, y nerviosa, Inés, se adentró detrás de él. No
tenía muy claro qué andaba buscando, pero sabía que ese chico la iba a ayudar a
encontrarlo, fuera lo que fuese.
—No se
deje impresionar por mi humilde puesto, señora, y tome asiento, por favor.
Ambos sabemos que tengo las respuestas que usted anda buscando.
—Dime
chico, ¿tan claro lo has visto?—Estaba sorprendida. Sólo podía mirar a los
ojos de ese joven, la verdad es que no le interesaba mirar nada más. Sabía que las
respuestas estaban ahí, tras las pintitas verdes de su iris. Pero aún
desconocía las preguntas.
—Sí.
Anda usted con la mirada perdida. Busca algo que no encuentra, o lo anhela.
Quizás ya fue suyo alguna vez...
— ¡Intrigas!
Eso es fácil de acertar… ¿Quién no anda buscando algo en la vida? Muéstrame lo
que puedes averiguar de mí y déjame ir. Mi marido me está esperando fuera.
—De
acuerdo, de acuerdo. Debe saber que apoyo mis intuiciones con varios métodos,
pero mis grandes aliados son las cartas y la bola de cristal—. Explicaba
mientras destapaba una gran bola de cuarzo sobre la mesa y acariciaba
sus cartas medio desdibujadas. —Ahora mismo, actualmente, lo que puedo ver es
una gran decepción. Usted no es feliz—. De repente, bajó la mirada hacia la
bola y entornó los ojos. —La veo haciendo aspavientos exagerados en una
habitación. Parece una sala de estar. Se mira en un espejo y hace muecas: ahora
sonríe, ahora llora, ahora se enfada. Baila sola en la estancia. Luego para, se
sienta en un sillón y se cubre la cara con las manos. Llora de verdad. No es
feliz.
Los
ojos de Inés se cargaron de lágrimas que no llegó a derramar por el momento.
—La veo
a usted mirando el buzón todos los días, conectándose a su correo electrónico y
mirando continuamente su teléfono… Espera noticias de alguien. O que suceda
algo.
—No sé
qué más puedo hacer. He tocado todas las puertas, he llamado a todos los
teléfonos, ha hablado con todos los contactos… y nadie me valora ya—. Inés
sollozaba. No se daba cuenta que no era al mago al que hablaba, sino a sí
misma.
El mago
lanzó cinco cartas en la mesa en una disposición conocida para él, y siguió
interpretando:
—Señora,
usted ha sido una inspiración para muchos. En el pasado ha sido una mujer llena
de éxito y muy dichosa. Ha hecho feliz a mucha gente y gracias a usted,
salieron adelante proyectos de varias personas a las que luego ha hecho ricas. La veo en un trabajo de cara al público, en el que usted se entregaba al completo.
Era muy apreciada en lo que hacía.
—Sí,
esa era yo. “La Musa ” me llamaban—. Inés seguía
sollozando perdida en sus recuerdos.
De
repente, el chico frunció el ceño mientras seguía leyendo sus cartas. Rápido se
giró hacia la bola, y más despacio se volvió hacia las cartas. Subió la mirada
al techo, como recordando algo, y volvió a bajarla hacia las cartas. Y otra vez
hacia la bola. Parecía que algo no le cuadraba. Estalló en carcajadas.
—No se
ponga triste, señora. ¡La misma dicha que tuvo en su pasado aparece de nuevo en
su futuro! ¡Es estupendo! ¡Qué destino tan curioso tiene usted! La veo siendo
una nueva inspiración para otros muchos. Gente que ríe con usted y a los que
hace felices. La veo entregada a su público, y a un público entregado a usted—.
El mago sonreía con sorna —. Lo más increíble es la bola roja, tan perfectamente
marcada, que aparece en su nariz mientras actúa para los abueletes… ¡Usted
volverá a ser feliz de nuevo!
Inés no
daba crédito a lo que oía, ni a las risotadas del chico. Se le veía
completamente orgulloso de su interpretación, pero incluso a él se le hacía
extraño el resultado. ¿Sería posible? ¿Terminaría haciendo sus papeles para
unos ancianos? Nunca se lo hubiese planteado siquiera. ¿Para ancianos? Pero el
hecho de imaginarlo pareció calmar su alma. De repente se sentía en paz. La
querrían de nuevo ¡claro que si! No los de siempre, sino un público que se
entregaría a ella una y otra vez…
Tras un silencio incómodo, el mago se dirigió a ella nuevamente:
—Ahora,
señora, me puede dar usted la voluntad. Aunque con esa sonrisa que porta y el
saber del trabajo bien hecho, ¡me doy por satisfecho!—Profirió el joven,
orgulloso.
—
¡Jajaja! No eres mal chico. Me has devuelto la sonrisa, y la esperanza en mi
futuro —decía Inés mientras sacaba un talonario del bolso— Esto es sólo una
muestra de mi gratitud. ¡Nunca podré pagarte lo suficiente! Y creo que tú nunca
entenderás por qué.
Y salió
de allí con la cabeza bien alta.
Tania A. Alcusón